martes, 24 de agosto de 2010

Quique Fogwill


Santiago Arcos editor se mandó a la calle con dos títulos a mediados de 2002. Uno de ellos fue Aventuras de un novelista atonal de Alberto Laiseca. Para presentarlo nuevamente “en sociedad” le pedimos a Fogwill , de quien conocíamos su admiración por la obra de Lai, que nos escriba un prólogo para ese libro. Lo hizo gustoso, tanto es así que en dos semanas nos entregó una página de texto en Word y nosotros por la buena onda le regalamos un libro con ilustraciones eróticas japonesas (luego nos dijo que inmediatamente se lo regaló a una novia para ver si “se calentaba”). Ese fue el comienzo una relación siempre matizada por sus bromas, sobreentendidos, y chanzas inteligentísimas. Intentamos durante 8 años convencerlo de que reedite con nosotros La buena nueva de los Libros del Caminante y casi lo conseguimos (teníamos un acuerdo de palabra, un contrato sin firmar, un adelanto, un texto en pdf, una idea de tapa, una previa de Fabián Casas y Francisco Garamona que hicieron looby y mucho entusiasmo). No pudo ser: un verano financieramente horrible nos quemó el proyecto y Quique se echó atrás. La última vez que insistimos sobre el asunto, nos contestó que la novela cada vez le gustaba menos, que no entendía nuestro gusto de editores, que le parecía una mierda, etc. A nosotros nos sigue pareciendo un texto brillante pero había algo en La buena nueva… que Fogwill rechazaba. Tal vez se trate de su texto más íntimo… Casas se ocupa de ese asunto en una nota que publicó en “Perfil” y que va a salir en Breves apuntes de autoayuda a fin de 2010.

Bueno, la cuestión es que Quique ahora está muerto. Vale decir, ya no hay manera de volver a cruzarse con él en este mundo.

De Quique Fogwill vamos a extrañar su generosidad, su inteligencia desbordante, su prosa abrumadora. Ese don. Para nuestro gusto, fue el escritor contemporáneo (el más contemporáneo) que mejor supo sondear, recopilar para luego tramar un puñado de páginas insoslayables a la hora de entender 40 años de la cultura, la política y las prácticas sociales de este escenario que recorremos diariamente como nuestro mundo.
Un grande.


Prólogo a Aventuras de un novelista atonal, de Alberto Laiseca, Santiago arcos editor , 2002



Vuelven a imprimir Aventuras de un Novelista Atonal justo cuando se cumplen veinte años de su primera edición. El ochenta y dos fue un año significativo para la literatura argentina y para la obra de Laiseca celebrada entonces por su originalidad y desparpajo, pero más ponderada por su desobediencia al canon narrativo oficial. Por entonces se conocía su primer libro, Su Turno Para Morir, y, subterráneamente, se rendía culto a sus inéditos Cien Poemas Chinos y a sus lecturas de los primeros fragmentos de Los sorias. Se trataba de un culto social a la "atonalidad" de un autor que sabía librarse del tono de la época y que desde entonces sigue su camino a espaldas de una demanda que combina la mesura en el lenguaje con la trivialidad de los temas. A comienzos de los ochenta Laiseca venía a ofertar desmesura temática y naturalidad en la lengua narrativa. Nada en ella es impostado, porque no escribe con la lengua hablada —ese artificio magistral del grado cero del decir— sino con la lengua natural de la literatura, que, en la parodia, remite permanente a la épica y a los orígenes de la novela. La obra de Laiseca diseminó una inolvidable fauna de magos, políticos, conspiradores, escritores, santos, linyeras, perversos e inventores y todos han quedado en nuestra literatura persiguiendo sus respectivos ideales de perfección y sus diversas tragedias.
En Aventuras de un Novelista Atonal, donde efectivamente Piglia ha leído un prólogo a Los sorias todo esto se acota en dos partes: las aventuras del novelista, y las aventuras en su novela. Las aventuras del novelista son desventuras de un personaje desmesuradamente infeliz: oprimido por un espacio social y arquitectónico opresivo e irrespirable por el que sólo circulan lazos de sumisión y desencanto, persigue una obra maestra en la que ni el lector, ni el narrador, ni los que lo rodean llegan a creer. Y no hay señales de que él mismo pueda crearla ni crea en ella. La novela no existe: sale, triunfa y todos sus ejemplares desaparecen en la ceremonia pública de su adoración. Queda de ella una muestra, que es el capítulo que debió llamarse La Epopeya del Rey Teobaldo y es una nouvelle que se integra abruptamente al relato y contiene las aventuras en la novela. Es una aventura político militar de expansión cultural y geográfica que testimonia lo que las aventuras del escritor omitieron narrar: los efectos explosivos de tanta opresión y malentendido que reduce al artista y que lo habilitaron para crear la primer novela ahistórica, una guerra imperial del pleistoceno que, en su desenlace, se revela como producto de una reconstrucción arqueológica. Es lo que más conmueve del proyecto desmesurado de Laiseca: el propender a una arqueología de todos los relatos, incluyendo, como en este libro, a los de la poesía omnipresente en su obra, la música y los decires de la filosofía, la estética y la religión. Cada una de ambas historias —la del novelista y la que desarrolla el fragmento superviviente de su novela— arriesga a ser leída como una alegoría. En tal caso, no se tratará de alegoría compuesta a la vista de su referente, sino de unos prodigios narrativos que después de creados revelan su capacidad de contener y revelar.
Fogwill, junio de 2002


De La Buena nueva de los libros del caminante

El amor a la sabiduría

...Todo sería distinto si algo no me hubiese impulsado a estudiar el profesorado de Filosofía y Letras. Aquella decisión, irreversible, fue en su oportunidad tan arbitraria, tan disonante y poco razonable para todos, como fue años después la decisión de marchar (por el mundo) que arrojé a todos en la sobremesa.
-¿Quién hubiese creído durante mi brillante bachillerato que me apartaría del camino de mi padre, médico, o del de mis tíos Juan Carlos, escribano, y Adolfo, abogado?
-Nadie.
-¿Cómo dudar del futuro de ese joven apreciado por compañeros y profesores, querido por sus padres y por sus tíos, que lo colmaban de obsequios y cifraban en él -único varón entre ocho mujeres que llevaban el apellido Pérez Largo- la esperanza de que mantendría grabado nuestro nombre entre los notables de la ciudad, a quienes incuestionablemente pertenecían el médico, el abogado y el escribano Pérez Largo, ese clan que por una desgracia -diría la abuela: "por un mal de ojo"- sólo había dado un varón entre nueve descendientes?
Pero mi decisión de estudiar Filosofía y Letras fue irreversible, y sobrevinieron meses de agitación de tíos, tías, abuelos, papá, mamá, hermanas, cocinera, mucamas, amigos de la familia y amigos míos, todos formando bloque para evitar que emprendiese una carrera de fracaso. Probaron todos los métodos: su historia podría ser parte de una novela más larga y aún más tediosa que ésta, por cuanto el muchacho, que era yo, no actuaba: estudiaba encerrado en su cuarto y salía al atardecer a caminar, y unas pocas veces, a beber un escueto café en el bar donde los amigos, que ya se disponían a dejar de serlo por la agitación que movilizaba a todas las familias en su contra, jugaban al billar mientras el desgraciado buscaba compañía entre sujetos para quienes la profesión de sus mayores y la lista de notables del pueblo importaban menos que una pepita de maní arrojada a los ratones que espiaban desde el zócalo.
En efecto, asomaban ratones entre las hendijas del zócalo del Imparcial. Pero yo entonces no me creía un ratón porque ningún ratón atraería tanto interés de tantos sólo por haber elegido una cueva diferente donde roer su queso. Mi cueva, entonces, se llamaba sabiduría. Y mis amigos nuevos, a quienes las listas de notables, los linajes, los títulos y la integración de las buenas familias tan poco importaban, eran, en orden de frecuencia decreciente, vagos sin profesión que explotaban la magra jubilación de sus padres o madres viudas / anarquistas / pistoleros desocupados de la Alianza Libertadora / guardaespaldas en decadencia de sindicatos pobres / tipógrafos socialistas y anticlericales / homosexuales / jugadores / vendedores de libros / tratantes de blancas en pequeña escala que explotaban sirvientas y habitaban pensiones próximas a la estación del ferrocarril / y, en fin, todos aquellos que a pesar de esas pequeñas diferencias compartían un mismo grupo de mesas en un sector del bar alejado de mis ex-amigos, los de buenas familias (algunas tan buenas como la mía), que quemaban tardes y noches siguiendo la evolución de las bolas blancas y rojas del billar. Y así siguen hoy, doctores, profesionales, abogados, jueces y hasta intendentes, creyendo vaya a saber uno qué, pero atendiendo primero a los efectos de las cosas y, como el golpe de la mayoría de los juegos es uno, breve y sólo uno, pierden la oportunidad de mirar sus causas. Yo observé unas pocas partidas de billar y entendí: tomé mi taco, probé un par de carambolas, ponderé las grandes dificultades del juego, vislumbré medios de superarlas y cuando supe que si me imponía aprender el billar llegaría a dominarlo tanto como aquellos mirabolas que pasaban por ser los elegidos del Quilmes del futuro, me dije "esto no es para vos" y entonces no me interesó más el billar y sólo me acercaba a aquel sector de mesas cuando me llamaban para reprochar mi elección de este destino de fracaso.
Iba menos al café, y elegía la mesa de "los grasas" (los anarquistas, los pistoleros, los nazis, los borrachos, los delincuentes) y cuando alguien preguntaba por qué estaba cada vez menos con mis compañeros de colegio solía decir "A menor concurrencia propia al Imparcial mayor frecuencia de concurrencia a las mesas de los otros..." ¿Cómo no iban a odiarme? ¿Cómo no iban a andar por ahí diciendo que yo era nazi-anarquista-homosexual-delincuente-conspirador-socialista-poeta-vicioso-sifilítico-ladrón-resentido? ¿Cómo no iba a llegar a corto plazo a mi familia la advertencia de que yo, el último varón, era sólo una rata de zócalo del sórdido café El Imparcial, de Mitre y Alsina?

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